Los grandes imperios no suelen caer de un solo golpe, pero si pueden ir cometiendo errores que acaben tiempo después significando su desaparición, bien sea esta total o parcial. La batalla de Adrianópolis fue sin duda uno de esos mazazos que acabarían conduciendo, junto con otras causas, a la caída del Imperio Romano de Occidente.
Esta es la historia de cómo una mala gestión en un momento crítico por parte de las élites gobernantes causaron un daño enorme al Estado, propiciando su debilitamiento y favoreciendo así su caída.
Problemas en las fronteras
Las fronteras del Imperio romano a finales del siglo IV d.C estaban lejos de ser zonas pacíficas. Por un lado, Roma debía enfrentarse a un enemigo en igualdad de condiciones en el este, el Imperio Persa Sasánida, con el cual tendría más de un encontronazo por el control de Armenia y Mesopotamia.
Además de esta amenaza constante, la frontera norte provocaba constantes preocupaciones a los emperadores romanos. Cada vez más pueblos bárbaros intentaban penetrar en el Imperio, tanto occidental como oriental. Siglos atrás, los ataques de los bárbaros se solían tener el objetivo de saquear las tierras romanas o de recuperar aquellos territorios recién conquistados.


Además, los contingentes bárbaros no solían ser de gran envergadura, aunque con contadas excepciones, como el gran movimiento de Cimbrios y Teutones al que tuvo que enfrentarse Mario o la gran migración de Helvecios que acabó provocando las campañas en la Galia de Julio César.
Para finales del siglo IV, el Imperio romano tenía una frontera más o menos definida y los pueblos que vivían más allá, sabían perfectamente que tras esa frontera se encontrada un poder sólido y duradero.
Los problemas para el imperio no se generaban en la misma frontera, sino que tenían mucho más lejano, en la estepa centroasíatica. Desde allí fueron apareciendo pueblos que paulatinamente empujaban a los pueblos que se encontraban al oeste, provocando un efecto dominó que inevitablemente, acababa chocando con las fronteras imperiales.
El caso de los godos
Cuando decimos godos nos imaginamos a un grupo homogéneo de personas, con una lengua, cultura y orígenes comunes. Utilizar la palabra godo como una herramienta que facilita el análisis histórico está bien, pero es sólo eso, una herramienta.
Para finales del siglo IV d.C, en las fronteras de la provincia de Mesia, lo que hoy en día sería Bulgaria, nos encontramos con multitud de pueblos bárbaros. Los denominados godos se dividen de manera genérica en dos grandes grupos, los Tervingios y los Greutungos. A estos pueblos se les conoce popularmente como visigodos y ostrogodos, que significa godos occidentales y godos orientales.
Esta denominación procede del lugar donde se asientan en los territorios de la actual Rumanía, Moldavia y Ucrania. Visigodos al oeste, greutungos al este. Aunque su origen no está del todo claro, se supone que los godos fueron poco a poco desplazándose desde Escandinavia hasta llegar a asentarse en esta zona.


En el territorio godo encontraríamos además otros pueblos que se mezclan con estos invasores del norte. Por un lado tenemos a los taifales, un pueblo germánico bajo el poder tervingio. Además encontramos a tribus de sármatas, jinetes esteparios de origen iranio y a los alanos, otro pueblo de la estepa asiática, pero de raíces mongólicas.
A esta amalgama de pueblos se unen muchos campesinos del interior del Imperio que huyen buscando tierras libres de cultivo donde no tengan que pagar impuestos.
Esta amalgama de pueblos vivía de manera más o menos estable en las fronteras imperiales, hasta que a mediados de siglo hizo su aparición otro pueblo de las estepas, los hunos. Y aquí empezó todo.
El cruce del Danubio y el problema godo
Invasión bárbara. Estas palabras, que a veces incluso aparecen en los medios de comunicación, nos evocan imágenes de grupos de bandidos asaltando ciudades y aldeas, quemando, matando y violando sin control. En muchos casos ocurría así, pero no en este del que estamos hablando.
Entre los años 367 y 369 se había producido una guerra entre diferentes facciones tervingias al norte del Danubio. La diplomacia imperial intervino en dicho conflicto apoyando a uno de los bandos, liderado por Fritigerno.
El objetivo del emperador romano Valente era el de atraerse a los Tervingios para tener un aliado en la frontera de Tracia. Tras entrevistarse una entrevista personal entre el líder godo y el emperador romano, los Tervingios de Fritigerno se convirtieron al cristianismo arriano, la misma confesión que profesaba el emperador.


Años después, tras la llegada de los hunos a la zona, los tervigios y greutungos no consiguieron repeler el ataque de los jinetes de las estepas, así que se desplazaron hacia el sur. En el año 376, el emperador Valente dio permiso a los Tervingios, quizás incluso solamente a aquellos liderados por Fritigerno, para cruzar la frontera imperial y asentarse al sur del Danubio.
Aquí comenzarían todos los problemas. Y no por la actuación goda, ya que se desarmó a muchos guerreros tras cruzar el río, sino por la pésima gestión romana de este movimiento migratorio. Volveremos a esto en un momento
El imperio romano a finales del siglo IV
Los dos últimos dos siglos del Imperio Romano son vistos popularmente vistos como siglos de decadencia. Esta visión simplista de la situación podría hacernos creer que el destino inevitable del imperio era el de desaparecer antes o después.
Esta idea de decadencia no se acerca a la realidad. De hecho, el Imperio Romano de Oriente sobrevivirá 1000 años al de Occidente. En realidad, los dos últimos siglos del Imperio Romano los podemos calificar como los siglos de la inestabilidad política.
Porque en este tiempo, la economía se desarrolla después de la crisis del siglo III, la población crece y sobre todo, las fuerzas armadas alcanzan un tamaño nunca visto en la historia de Roma, alrededor de los 600.000 efectivos, cuando el emperador Augusto disponía de menos de la mitad de esos efectivos.


Pero en el campo de la política y la administración, el Imperio se estaba descomponiendo. El territorio estaba dividido en dos mitades, Oriente y Occidente y aunque nominalmente todo eral el Imperio romano, los Augustos de ambas mitades no siempre coincidían en intenciones ni en acciones.
Además, el cargo imperial había perdido gran parte de su autoridad. Esto se refleja en la multitud de levantamientos de generales autoproclamados por sus tropas o en el asesinato de emperadores a manos de usurpadores. Cuando el Imperio disponía de un Emperador fuerte, como lo pudo ser Constantino o Teodosio, el Estado se fortalecía, la política se estabilizaba y se podía responder a las amenazas en las fronteras.
Sin embargo, cuando el Emperador no era tan fuerte, debía utilizar los recursos mermados de que disponía para poder hacer frente a multitud de desafíos. En esta posición se va a encontrar Valente, el emperador del Imperio Romano de Oriente. Aunque por su gestión se le puede calificar como un gobernante bastante competente, no se podría decir lo mismo de muchos de sus subordinados.
De emigrantes a invasores
Tras el cruce del Danubio, los tervingios de Fritigerno esperaban recibir tierras en la región de Tracia para poder asentarse. A cambio, deberían proporcionar guerreros al ejército imperial para defender la frontera norte. Este tipo de trato o foedus en latín, era algo habitual para Roma desde hacía mucho tiempo. Pero esta vez se gestionó realmente mal.
Tras el cruce del río, se comenzó a maltratar a los godos. Se les privó de alimento, se les impidió ir hacia el sur y se les robó todo lo que se pudo. Esta situación llevó a los godos a revelarse, provocando el caos por toda la región de Tracia, llegando incluso hasta las puertas de Constantinopla.
La rebelión se produjo a finales del 376 o a principios del 377. El emperador Valente no pudo actuar hasta el año 378. Y no pudo, porque como decíamos anteriormente, no disponía de los medios para ello. En esos años, Valente se estaba ocupando de los problemas que tenía en la frontera oriental.


Tanto persas como sarracenos estaban dando problemas en esos años. Hasta que no pacificó la frontera, no pudo desplazarse de nuevo a Europa para ocuparse de los godos.
Cuando llegó el 30 de Mayo de 378 a Constantinopla, la población le abucheó por no haber acabado con los invasores antes. Al ver la situación en la que se encontraba la región, Valente decidió actuar rápidamente para evitar una revuelta en la provincia. En primer lugar envió a bandas de sarracenos mercenarios por toda la región para que hostigaran a los godos, limpiando los caminos de asaltantes y así permitiendo así marchar con tranquilidad al ejército en busca del enemigo.
El 10 de Junio estableció su cuartel general a 11 kilómetros de la capital y mandó mensajeros a Graciano, el Emperador de Occidente, para que enviase a su ejército a Oriente. Graciano no pudo satisfacer la demanda de su homólogo oriental, ya que estaba combatiendo a otras tribus germánicas en su frontera norte, por lo que Valente perdió dos preciosos meses esperando a unas tropas que nunca llegarían.
En estos dos meses de espera, Fritigerno, el líder godo, no perdió el tiempo. Mandó mensajeros a las tribus que le eran leales y que se habían dispersado por todo el territorio romano para que se concentrasen en la ciudad de Cabile. Allí podría haber esperado tranquilamente a los romanos, ya que disponía de un río que le proporcionaba agua en abundancia y la posición que ocupaba en una colina era favorable para la defensa.
Pero en lugar de ello, decidió marchar hacia el sur, hacia Adrianópolis en busca del ejército romano.





