La muerte de Julio César

Existen pocos días en la Historia de la humanidad en los que un simple acto, un sencillo hecho, marcará el porvenir de los siglos posteriores.  La muerte de un cierto hombre a sangre fría es uno de esos días señalados. No un hombre cualquiera, no un hombre común,  sino Julio César, conquistador de la Galia, vencedor en innumerables batallas y dictador perpetuo de la República romana. Un día, que cambió el mundo.

Julio César en el año 44 A.C.

Pongámonos en situación. Nos encontramos en el año 44 a.C. Julio César es el incontestable señor de Roma. Un hombre, que había empezado su carrera desde una posición poco favorable, había conseguido llegar hasta la cima a base de intrigas, luchas de poder, mucha inteligencia, sabias alianzas y algo de suerte.

Para este momento, todos sus grandes oponentes y enemigos habían muerto o estaban bajo su control. Pompeyo el grande, uno de los mayores generales de la república y quizás el único militar de la época capaz de haber parado los pies a César había desaparecido 4 años antes, cuando tras la batalla de Farsalia en Grecia, huyó a Egipto, donde encontró la muerte.

Catón, el gran orador y defensor a ultranza de las leyes republicanas, se había suicidado en África. Prefirió quitarse la vida él mismo antes que tener que rendirse a César después de que las tropas pompeyanas fueran derrotadas en la batalla de Tapso.

Los logros de César

Nadie estaba en posición de oponérsele. Y lo más importante, ninguno de sus contemporáneos, vivos o recientemente fallecidos, le igualaba en grandeza, una grandeza, que había logrado gracias a su intrépido carácter.

Aunque el dinero de Mario, su tío político, le había permitido mantenerse entre la clase senatorial, César era relativamente pobre en comparación con otros grandes nombres de la República.

Sin apenas recursos propios, César se supo granjear la amistad de personajes poderosos e influyentes, como Craso, el hombre más rico del momento, o la de sus suegros, Lucio Cornelio Cinna, uno de los hombres más poderosos de la república en tiempos de Mario y Sila, o Lucio Calpurnio Pisón, padre de su tercera esposa, Calpurnia.

Sin embargo, otros habían tenido riquezas y su nombre hoy en día apenas es recordado. César era César no por su dinero o influencia. César era César gracias a sus logros militares. Siembre que estuvo al mando de tropas, hizo lo posible por lograr reconocimiento en el campo de batalla..

En el año 69 a. C. pacificó parte de la Hispania Ulterior después de doblar el número de tropas de las que Roma disponía en esta provincia. Entre los años 58 y 49 a. C. no solo conquistó y pacificó la Galia, sino que dirigió dos expediciones a la casi mítica Britania, un lugar donde ningún general romano había puesto el pie hasta ese momento. Y no solo esto, se atrevió a cruzar el Rhin para llevar la guerra al territorio de los germanos.

Aunque tras la derrota de Vercingetorix en Alesia, la fama de César ya había llegado a lo más alto, el control total sobre la república romana sólo lo alcanzó después de vencer en una guerra civil que él mismo decía que deseaba evitar a toda costa.

César fue el indiscutible vencedor de una guerra en la cual partía con desventaja y en la que la mayoría de senadores romanos de la época pensaban que no podría vencer. Valiéndose de su ya probada experiencia, de su astucia política y apoyándose en un ejército no muy numeroso comparado con el de sus enemigos, pero sí veterano de cien batallas y fiel a su persona, logró vencer en todos los teatros de operaciones: Hispania, Grecia, África y Asia.

Los Romanos y la Monarquía

César podría tener el poder absoluto, pero nunca sería coronado rey. El mayor temor que tenía la clase dirigente romana era el retorno de la monarquía. Que un solo hombre estuviera por encima de ellos de manera perpetua no era algo aceptable a ojos de la clase senatorial romana desde hacía ya casi 500 años. Haberse coronado rey hubiera supuesto un sacrilegio y un suicidio. Y Julio César lo sabía perfectamente.

Según nos narran tanto Suetonio como Plutarco, el propio César pensaba que ya había alcanzado todo el poder político posible y no tenía intenciones de crear una monarquía al estilo macedonio. Para dejar claro públicamente que esto era así, organizó varios actos propagandísticos, donde el pueblo pudiese ver claramente cuál era su intención.

Conocemos varios ejemplos de estos actos propagandísticos, pero el más elaborado tuvo lugar el 15 de Febrero, sólo un mes antes de su asesinato. La pantomima se realizó durante la fiesta de las Lupercales, una antigua festividad a la fertilidad.

Ese día, los sacerdotes lupercales recorrían de manera frenética las calles de Roma completamente desnudos a excepción de un pequeño taparrabos. Armados con unos látigos de piel de cabra, daban golpecitos a los transeúntes. Estos golpes eran considerados de buena suerte y eran especialmente apreciados por las mujeres que deseaban concebir un hijo o si estaban embarazadas, tener un parto fácil y seguro.

Marco Antonio era uno de estos sacerdotes. Además, como Flamen del culto a Julio César, era uno de los corredores más prominentes. César observaba todo el rito desde una tribuna en el capitolio ataviado con una toga púrpura de general victorioso y sentado en su silla dorada de dictador, a la vista de todos.

En medio de la celebración,  Marco Antonio se acercó a César con una diadema dorada y le pidió que se coronara rey. En ese momento se hizo el silencio. Después de dudar unos segundos, César la rechazó, lo que provocó los vítores de los allí congregados. Sin embargo, Marco Antonio lo intentó de nuevo. Nuevamente se hizo el silencio. Y César, sabedor de lo que supondría aceptar aquella corona, la rechazó por segunda vez, provocando unos vítores aún mayores del pueblo. Tras aquella escenificación, César ordenó que se llevase la corona al templo de Júpiter, ya que Roma sólo tenía un rey.

César había dejado claras sus intenciones, pero sus enemigos no iban a permitir que, coronado rey o no, se mantuviese en el poder por mucho más tiempo.

Los Idus de Marzo

15 de Marzo del 44 a.C., los Idus de Marzo. Ese fue el día elegido por los conspiradores, liderados por Bruto y Casio, para finalmente llevar a cabo su venganza. No se había elegido ese día por ningún motivo señalado ni por ningún simbolismo, sino que el día lo había marcado la pura necesidad. César había planeado marcharse de Roma el día 18 para comenzar a preparar sus campañas en Dacia y Partia, por lo que seguramente no volvería a Roma en varios años. Era ahora o nunca.

El plan era sencillo: aprovechar una reunión en la Curia de Pompeyo, el edificio que el famoso general había regalado a Roma para las reuniones del Senado para lanzarse encima de él y asesinarlo a sangre fría.

Más de 2000 años después de los hechos, lo que aconteció ese día está rodeado de mitos. Según nos narran Suetonio y Plutarco, la noche anterior, Calpurnia, la mujer de César, había tenido un sueño horrible, en donde había visto a su marido en sus brazos muerto y cubierto de sangre. Esa mañana, muy asustada, Calpurnia habría rogado a César que no saliese de casa ese día.

César sabía que su mujer no era especialmente supersticiosa, así que escuchó sus ruegos. Antes de decidirse a tomar la decisión, ordenó realizar una consulta a los dioses en las entrañas de un animal. Los presagios fueron malignos, por lo que César se convenció de que no debía salir y decidió dar aviso de que no acudiría a la reunión del senado.

Al final de la mañana, uno de sus amigos personales, pero también conspirador, Décimo Bruto Albino, pasó por su casa a saludarle. Cuando César le contó por qué había decidido no abandonar su casa aquel día, Albino le convenció de que César no podía dejar que la superstición guiara su vida.

Finalmente César salió de casa con su comitiva en dirección hacia la Curia. De camino hacia el Foro, César y su escolta se cruzaron con el profesor griego Artemidoro, que había trabajado un tiempo en casa de Bruto. Conocedor de la conspiración, le entregó a César un manuscrito donde le explicaba el plan, pero César no lo leyó y entró con él al Senado, sin saber que en ese papiro le advertían de lo que estaba a punto de acontecer. Otro mensaje de los dioses que decidió ignorar.

El asesinato de César

En el momento que César puso el pie dentro de la Curia, su destino quedó sellado. Los conspiradores habían introducido puñales dentro de la sala escondidos en las fundas para sus estiletes, con los que normalmente tomaban notas de lo que allí se decía.

La sesión comenzó normalmente. El senador Lucio Tilio Címber suplicó a César que permitiese a su hermano, ferviente luchador del bando pompeyano, regresar del exilio. César se negó. Comenzó en ese momento una discusión en la que César y Címber intercambiaban argumentos al respecto.

Mientras el intercambio de opiniones seguía su curso, Publio Servilio Casca se situó detrás de la silla de César. César no le prestó atención  y continuó su discusión con Címber. En lo que parecía simplemente un intento desesperado de conseguir la piedad de César, Címber se echó a los pies del dictador y le agarró la toga, estirándola y dejando desnudo su hombro. Esta era la señal.

En ese preciso momento, Casca, que estaba detrás de él desenvainó su daga y le propinó un corte en el hombro. El golpe debería de haber sido mortal, pero debido al nerviosismo, el anciano senador falló el intento. César se volvió hacia Casca para increparle, mientras le clavaba su estilete. Asustado por la reacción de César, Casca pidió ayuda a los demás conspiradores, lo cuales se abalanzaron sobre el dictador.

Aunque intentó defenderse, no pudo hacer nada por zafarse de sus asesinos. Se dice que al ver que Bruto, hijo de su amante Servilia, también participaba del acto, pronunció las palabras: tú también hijo mío. Tras esta frase, se cubrió con su toga y se desplomó ante la estatua de Pompeyo, quien había regalado ese edificio a Roma años antes. Había recibido 26 puñaladas.

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