En todo el Mediterráneo existen centenares de ciudades habitadas a día de hoy que fueron fundadas por Roma. Muchas de estas ciudades parece que hubieran existido desde siempre. Por sus calles se pueden ver en muchas ocasiones ruinas muy antiguas y edificios de hace cientos de años. Da la sensación, que esas ciudades siempre habían estado ahí y que siempre lo estarán.
Pero toda ciudad del mundo, romana o no tuvo una hora cero. En algún momento del pasado, más lejano o más cercano, un grupo de personas decidió que un lugar concreto sería el elegido para fundar un asentamiento. Para los romanos, fundar una ciudad era uno de los actos más sagrados que podían realizarse. Sólo los dioses permitirían o no que una nueva población apareciera en el territorio.
Hoy descubriremos cómo se fundaba una ciudad romana.
El lugar propicio
Como es lógico, el primer paso a la hora de fundar una ciudad era elegir el lugar adecuado para ello. Han llegado hasta nuestros días diferentes recomendaciones realizadas por sabios de la antigüedad sobre dónde y cómo debe fundarse una ciudad.
Aunque las indicaciones de personajes como Vitrubio, Platón o Hipócrates en ocasiones son contradictorias en cuanto al detalle de dónde y cómo fundar un nuevo asentamiento, las preocupaciones de todos ellos son las mismas: el lugar adecuado debe estar bien iluminado y bien aireado.
En la actualidad, esto puede parecernos algo que no se tiene en exceso en cuenta, pero para los antiguos, era cuestión de vida o muerte. La ciudad debe gozar de una buena iluminación solar, para dar calor a la urbe y para calentarla mientras que las corrientes de aire son importantes para mantener un ambiente fresco y saludable.


Para los antiguos, estas características no solo eran cuestión de sentido común, sino que tenían una connotación religiosa. Los dioses creaban lugares propicios para los asentamientos, dotándolos de características benévolas para la vida. Ir en contra de los dioses podía significar el fracaso de una nueva ciudad.
Y de hecho, conocemos multitud de casos donde los fundadores de una urbe decidieron fundar nuevos asentamientos por propio interés, buscando una posición militar favorable o la explotación de un recurso natural concreto, sin prestar atención a la idoneidad del terreno.
A finales del siglo VI a. C, Dorieo de Esparta decidió fundar una colonia en el norte de África. Para ello eligió el mejor lugar posible según su criterio, pero para su fundación no consultó los signos divinos ni realizó los ritos de fundación pertinentes. Dos años después, su colonia fue arrasada por libios y cartagineses.


Años más tarde decidió consultar al oráculo para preguntar si debía fundar una nueva ciudad. El oráculo le dijo que si fundaba una nueva colonia, fracasaría nuevamente. Ignorando el mensaje divino, Dorieo decidió fundar una nueva colonia en Sicilia occidental. La profecía se cumplió cuando Dorieo murió y su colonia se dispersó.
Este tipo de relatos ahora nos pueden parecer fantásticos, pero para los antiguos, la intervención divina en cada uno de los asuntos terrenos era algo muy real, por lo que debían siempre observar los deseos de los dioses.
La inauguratio
El primer ritual que debía llevarse a cabo cuando se quería fundar una ciudad era la inauguratio. Una vez elegida la zona donde se iba a establecer el nuevo asentamiento, un augur, un sacerdote que se encargaba de leer los designios de los cielos, realizaba el ritual de la inauguratio.
En primer lugar, con su bastón sagrado, trazaba un pequeño espacio en el suelo, conocido como templum. Desde ese espacio sacralizado, realizaría la observación de las aves. Antes de mirar al cielo, el augur señalaría con su bastón diferentes hitos en la zona: un árbol, una roca, una montaña, etc. Esos hitos marcarían el espacio entre el cual se realizaría el ritual.


Una vez hecho esto, el augur pronunciaría una plegaria a los dioses y miraría a los cielos, tratando de obtener una respuesta a través de las aves que volarían en el espacio que había marcado previamente. Si el augurio era favorable, el sacerdote lo comunicaba a los presentes, indicando que los dioses habían bendecido la fundación de la ciudad.
El lugar desde donde se había realizado la lectura de los cielos sería el centro de la nueva urbe.
Los auspicios
Aunque se había ya consultado a los dioses sobre la localización de la nueva ciudad se debía confirmar que aquel era el lugar propicio para un nuevo asentamiento.
Antes de proceder a la fundación formal de la ciudad, en el mismo lugar donde se habían realizado la consulta a los dioses, se debería llevar a cabo un sacrificio. El animal sacrificado podría variar. Se utilizaban bueyes, cabras, aves o incluso serpientes para esta ofrenda a los dioses.
Una vez muerto el animal, entraba en escena un nuevo sacerdote, el haruspex. Este personaje procedería a la lectura de las entrañas del animal, para comprobar si a los dioses les había agradado la ofrenda y podía procederse a la fundación de la nueva ciudad.
El haruspex consultaría los intestinos y sobre todo, el hígado del animal sacrificado. Siguiendo unas pautas determinadas, buscaría deformidades, manchas negras o cualquier otro signo de la voluntad divina. Esta lectura era muy complicada, ya que sacar información de las entrañas de un animal era complejo debido a que los signos visibles aparecían en pocas ocasiones.


Esto significaba que debían repetirse los sacrificios ese mismo día o en días sucesivos, hasta lograr una lectura clara. Es muy posible, que de la lectura de las entrañas se dedujera dónde debían situarse ciertos edificios de la ciudad.
Aunque pueda parecernos raro, esta consulta a los dioses era fundamental en la mentalidad romana. El propio Vitrubio, autor del más importante tratado de arquitectura de la antigüedad, advierte a sus lectores de que deben consultarse las entrañas de los animales antes de fundar una nueva ciudad.
Si los dioses habían dado su aprobación, la ciudad se consideraba ya fundada.
El mundus
Antes comenzar ningún tipo de construcción, los futuros habitantes de la urbe deberían purificarse. Para ello se recogía madera y matorrales de la zona y se apilaban prendiéndoles fuego. Los futuros ciudadanos debían saltar por encima de estas hogueras. De esta manera, el fuego les purificaría.
A continuación, en el centro de la ciudad se excavaría un agujero o un pozo ritual llamado mundus. En este lugar se arrojarían diferentes elementos benignos a la tierra y posteriormente se taparía. Se trataba de una ofrenda a los dioses del inframundo para que permitiesen que los mortales tomaran posesión de esas tierras.
Durante estos rituales, también se daría nombre a la ciudad, un nombre público y por todos conocido. Cada ciudad contaría además con dos nombres establecidos por los sacerdotes. Uno de ellos sería para el uso religioso y otro más sería secreto.
La ciudad ya se había constituido, ahora tocaba empezar a levantarla.


Los agrimensores
Determinado el corazón de la nueva ciudad, entrarían en escena los agrimensores. Estas personas eran las encargadas de hacer las mediciones técnicas de la ciudad y las que marcarían en el suelo todos los nuevos espacios de la población. Comenzando desde el centro de la ciudad, marcarían en un primer lugar el cardo máximo y el decumano máximo.
El primero sería la calle principal norte-sur y el segundo, la calle principal este oeste. A lo largo del cardo máximo, se situaría una fuente pública en cada una de las esquinas de la calle.


En el lugar donde convergían, se situaría el foro, la plaza pública más importante, donde se podría encontrar el templo principal de la ciudad, las termas o baños, tiendas de todo tipo y los edificios administrativos, como la curia o senado de la ciudad o una basílica, donde se impartía justicia y se hacían todo tipo de negocios.
Las mediciones se realizarían utilizando una groma, un utensilio de medición romano que constaba de una barra metálica central, sobre la que se colocaba una cruz y de la que colgaban cuatro plomadas. Con este rudimentario utensilio se podían hacer mediciones realmente precisas, como podemos observar por la forma de las ciudades romanas que han llegado hasta nuestros días.


Una vez realizada la medición y las parcelas estaban ya marcadas en el terreno, se realizaba un sorteo entre los nuevos ciudadanos para asignar esas parcelas.
El agrimensor acompañaría a cada uno de los nuevos propietarios a sus solares y a continuación se tomaría nota de todos ellos. Esta información se registraría en unas tablas de bronce, de las que habría dos copias. Una se quedaría en la propia ciudad y la otra se enviaría a Roma.
El primer surco
Finalizado todo el proceso de mediciones, se procedía a trazar el Sulcus primigenius o surco primigenio. El fundador de la ciudad marcaría los límites de la misma con un arado de bronce. El arado lo tiraban dos animales, un buey, que se colocaba en la parte exterior de la ciudad y una novilla, en la parte interior.
En el sentido contrario a las agujas del reloj, una comitiva iría siguiendo al fundador con el arado, el cual llevaría de forma oblicua, para que la tierra fuese cayendo dentro de la ciudad. Si algo de tierra caía fuera, los miembros de la procesión la recogían y la tiraban dentro de la ciudad.


Cuando se llegaba al lugar donde se situarían las puertas, el arado se levantaba, dejando ese espacio sin abrir. Se piensa que la palabra puerta, que proviene del latín porta, viene a su vez de la palabra portare, en referencia a cómo portaban el arado durante el espacio que ocuparían las puertas.
Las murallas, que marcarían el límite de la ciudad, serían por tanto sagradas. Y como elemento sagrado, cada cinco años se debería proceder a su limpieza espiritual o lustratio, de donde proviene la palabra lustro. En un ritual especial, cada cinco años se llevaba a cabo una procesión siguiendo el trazado de las murallas, donde la población caminaba junto con un buey blanco. Al final de la misma, se sacrificaba el animal a los dioses.
Después de todo este largo proceso, los habitantes de la nueva urbe podrían por fin ponerse a levantar los edificios de la nueva población.




