Para las sociedades antiguas, la muerte es algo cotidiano. Enfermedades, mortalidad infantil, guerras, plagas. Diariamente debían enfrentarse a la partida de los seres queridos hacia el inframundo. Para la mayoría de los romanos, tras la muerte el alma inmortal de cada ser humano se separaba del cuerpo físico y comenzaba un viaje al inframundo que duraría un tiempo indeterminado, hasta que finalmente, este alma alcanzase los Campos Eliseos.
El convencimiento de que esta vida era un preludio de otra marcaría la vida cotidiana de muchos romanos a lo largo de los siglos.
El ojo es el espejo del alma
Si nos colocamos frente a una persona y la miramos a los ojos, nos veremos reflejados en su pupila. Si intentamos hacer esto mismo con los ojos de un cadáver, no veremos nada.
Este hecho físico llevó a los romanos a considerar que en los ojos habitaba el alma humana. Mirar fijamente a los ojos de un interlocutor permitía no sólo apreciar los signos de vida de esa persona, sino que se podía descubrir su carácter por las imágenes que se verían reflejadas en sus ojos.
De estas imágenes se podría incluso obtener información del futuro. Según cuenta Julio Capitolino, autor de la Historia Augusta, se pudo predecir el asesinato del emperador Pertinax porque se decía que en el día de su asesinato, en sus ojos no se podía ver ninguna figura reflejada, lo que indicaría que estaba cercano a la muerte.


Incluso esta creencia ha llegado a nuestros días a través del lenguaje. La palabra pupila, proviene de pupa, que podría traducirse como niñita, haciendo referencia a esa figura que se reflejaba en los ojos.
Almas voladoras
Para los romanos, las almas tenían un componente físico. Se trataba de un ente sin cuerpo, invisible, pero que volaba. Su medio natural era el aire, por el que se movían a voluntad. Mientras una persona estaba viva, el alma habitaba dentro del cuerpo, pero al morir, el alma escapaba de esa prisión en forma de aire, como en una última expiración.
La vía de escape era por lo general la boca, pero también se consideraba que podía salir por una herida abierta, por donde se vertería tanto la sangre, el líquido vital, como la propia alma.
Una creencia importante de los romanos es que el alma debía ser liberada en el aire, porque las almas no podían nadar. Uno de los mayores temores de un romano era el de morir ahogado, ya que el alma no podría escapar del cuerpo y quedaría atrapada por toda la eternidad.
Esta creencia llevaba a muchos marineros a suicidarse cuando su navío estaba a punto de hundirse, una práctica que nos ha llegado a través de varios escritos de la época. Además, para asegurarse que el alma de los muertos en el mar descansase y no perturbarse a los vivos, existía una ley no escrita según la cual se debía dar sepultura a cualquier naufrago que apareciera en la costa.
La divinidad del alma
En la antigüedad existían dos mundos, el mundo de los vivos, y el mundo de los dioses. Para los romanos, la existencia de este otro mundo era algo obvio y generalmente aceptado. El gran orador Marco Tulio Cicerón nos da una descripción clara del sentimiento romano hacia los dioses y los difuntos en su obra Disputa Tusculanas:
“Del mismo modo que creemos por instinto que los dioses existen, mientras que conocemos su naturaleza mediante el razonamiento, así también el consenso universal nos lleva a creer que las almas siguen existiendo”.
Todas las almas eran divinas y todas habitaban ese otro mundo.
Pero no todas las almas eran iguales. Como ocurría en el mundo de los vivos, las almas tenían mayor o menor poder. Esto dependía de cuan poderosos fueran los vivos que ayudasen a ese alma en el otro mundo.
La vida en el mundo de los dioses se asemejaba a la de los vivos. Cuando una persona fallecía, el alma salía del cuerpo. Este era el momento más peligroso para un alma, a que se encontraba débil y a veces desorientada, como un bebé al nacer.
Es por esta razón por lo que los ritos funerarios eran de especial importancia, ya que ayudaban al alma del difunto en el tránsito hacia la nueva vida, además de protegerla de las criaturas malignas que querrían devorarla en estos primeros momentos.


El hecho de considerar que todas las almas eran divinas, llevó a algunos pensadores romanos a considerar que los propios dioses del panteón romano no eran criaturas que existían desde el inicio de los tiempos sino que no eran más que personas a las cuales se habían divinizado y que su poder provenía del culto que se les profesaba.
Porque en Roma, todas las almas eran consideradas divinas, pero sólo las que el Senado consideraba relevantes, eran incluidas en el panteón oficial. A diferencia de lo que se cree popularmente, en Roma no existía libertad de culto. Sólo los dioses aceptados por las autoridades podían recibir culto público, tener templos y celebrar fiestas.
De manera privada, los romanos podían rendir culto a sus antepasados. Esta relación con los dioses, públicos o familiares, estaba regulada por el colegio de pontífices, los cuales eran los responsables de organizar la vida religiosa romana.
El poder de los dioses
A diferencia de la creencia de las religiones monoteístas, que consideran a un único dios que es omnipotente, para los romanos el poder de sus dioses era variable. La fuerza e influencia de una divinidad dependía de la cantidad de seguidores que tuviera. Los dioses más poderosos eran los oficiales, como Júpiter, Marte o Venus.
Pero había miles de dioses menores, antiguos romanos, cuyo poder se medía en las clientelas de sus familias, ya que las personas cercanas a las grandes familias nobiliares romanas también debían rendir culto a estos antepasados.
Porque los dioses no son seres con fuerza propia, sino que su poder depende directamente de las ofrendas que reciben desde el mundo de los vivos. Si un dios era popular entre los romanos, recibiría muchas ofrendas, ya que sus devotos entenderían que tendría un gran poder que les podría beneficiar.
Esto es muy importante a la hora de entender la relación de los romanos con sus dioses. Ellos no rezaban porque creyesen en ellos. Esto era algo que se daba por supuesto. La relación con los dioses era de mutua conveniencia. El devoto ofrecía un sacrificio o una ofrenda a una divinidad esperando obtener algo a cambio.
Las ofrendas a los dioses
Tanto los grandes dioses como los dioses manes, es decir, las almas de los difuntos, se alimentan de las ofrendas que se realizan desde el mundo de los vivos. Sin este alimento, tanto los dioses como las almas de los antepasados perderían todo su poder e incluso llegarían a desaparecer.
En la antigua Roma, la sangre era considerada el elemento portador de la vida. La sangre estará muy presente en el día a día de los romanos, ya que es gracias a ella como la misma existencia puede tener lugar.
La manera más común de ofrecer sangre tanto a los dioses como a los antepasados era mediante el sacrificio de víctimas. Dependiendo de la importancia de lo que se pedía, o a veces, simplemente dependiendo del poder de la persona que estaba realizando la ofrenda, la víctima era diferente.


Las ofrendas podían variar. Podían sacrificarse desde una pareja de palomas o conejos hasta rebaños enteros de bueyes. La sangre del animal, vertida sobre un altar frente al templo de un dios o en el altar frente a la tumba de un antepasado, transmitiría su fuerza vital al otro mundo.
Y aunque nos pueda parecer extraño, en Roma también se realizaban ofrendas de sangre humana y sacrificios humanos a los dioses. Los sacrificios humanos no eran demasiado comunes y acabaron prohibiéndose en el año 97 a.C., aunque tenemos datos que nos indican que se siguieron produciendo de manera esporádica después de esta fecha.
Este tipo de sacrificios podían realizarse con derramamiento de sangre o sin él. En aquellos que se derramaba sangre, normalmente se hacía en casos de guerra. Utilizando a enemigos capturados, su sangre era vertida en honor de Marte y pidiendo su intervención en el conflicto o para darle las gracias por la victoria.
El otro tipo de sacrificio humano se realizaba enterrando a la víctima en subsuelo y dejándola morir allí, como ofrenda a los dioses del inframundo.
Otra manera de ofrecer sangre humana a los dioses, pero esta vez sin provocar la muerte de la víctima, era mediante las luchas de gladiadores. Cuando pensamos en Roma enseguida nos vienen a la mente imágenes de grandes anfiteatros, repletos de gente deseosa de ver a gladiadores luchando hasta la muerte, como si de un simple deporte sangriento se tratara.
Sin embargo, la lucha de gladiadores tiene un origen religioso. Estos combates rituales eran comunes en los funerales de personajes ilustres. El combate acababa provocando el derramamiento de sangre por pequeñas heridas, lo cual era considerado una ofrenda para el difunto.


Esta práctica ritual poco a poco se fue mezclando con el espectáculo y la política. En el año 69 a.C., Julio César utilizó los funerales de su esposa Cornelia, nieta de Cornelio Cinna y de su tía Julia, viuda de Cayo Mario, para desafiar el poder de los partidarios de Sila.
En dos multitudinarios actos fúnebres, contrató a decenas de gladiadores para deleite del pueblo de Roma. César volvería a repetir esta jugada en el año 46 a.C., esta vez para los funerales de su hija Julia, esposa de Pompeyo.
Aunque el derramamiento de sangre era la ofrenda predilecta a los dioses, muchos romanos no podían permitirse comprar los animales para estos sacrificios. Como alternativa, se utilizaban las libaciones de vino tinto, como sustitutivo de la sangre.
Cuerpo y alma son uno
Tras la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero nunca rompe su unión con éste. Los romanos, al igual que otras muchas culturas, consideran que todo aquello que perteneció a un difunto, todavía está ligado a él. Su casa, sus objetos personales y por supuesto, su cuerpo.
El cadáver o las cenizas del mismo siguen siendo parte importante del difunto. Por esta razón, las tumbas y su protección son de vital importancia para los familiares de aquel que ha partido al inframundo.
En Roma se promulgarían leyes para proteger las tumbas de saqueadores, pero también para protegerlas de brujas o nigromantes, quienes con partes del cuerpo del difunto podrían realizar maldiciones y hechizos de todo tipo, forzando así la voluntad del alma.
La impureza de la muerte
En la antigüedad, la impureza no tenía que ver con la observación de reglas morales, sino que estaba relacionada directamente con la limpieza física, siguiendo por supuesto las reglas marcadas por el culto religioso.
La muerte era un acontecimiento de gran impureza. El lugar donde había fallecido una persona, el lugar donde era velado y todos los que estaban en contacto con el cadáver eran considerados impuros y debían observar las normas que les impedían relacionarse normalmente con el resto de la sociedad.


Antes del entierro, para permitir que el alma pudiera separarse del cuerpo fácilmente y así acceder al mundo de los dioses, el cadáver debía ser purificado siguiendo varios rituales, que solían incluir el lavado del cuerpo y la unción con diferentes aceites aromáticos.
Todo este proceso se realizaría para preparar al difunto para el entierro y el funeral, tras el cual, las personas que habían estado en contacto con él, dejarían de ser consideradas impuras.
Tras el entierro, el alma partiría al más allá y los vivos podrían continuar con sus vidas en este mundo.




