El Hades, el Tártaro, el reino de Plutón, la Estigia, el Averno. El inframundo romano recibe diferentes nombres. Tiene, según quien lo describa, varios aspectos y en él moran unas u otras criaturas. Nadie sabe exactamente cómo es o dónde está. Lo único de lo que tenían certeza los romanos es que el descenso a los infiernos sería su último gran viaje, para el cual deberán estar preparados.
La entrada al Hades
Encontrarse en la entrada al inframundo era una de las peores noticias con las que se podía encontrar un romano. Ellos amaban la vida y pasar a ese otro mundo subterráneo era de por si un castigo. Llegar al Hades supondría que deberían atravesarlo, lo cual les proporcionaría dolor y sufrimiento. Además, nadie les aseguraba que pudiesen llegar a cruzarlo con éxito.
Como pasa con cualquier largo trayecto, éste se empieza con un sencillo paso. Para poner el pie en el reino de Plutón, se debe entrar en él, cruzar su umbral. Los romanos tenían diferentes versiones de cómo se entraba en el Hades. Las más frecuentes eran dos.
En la primera versión, para entrar en el inframundo se debería atravesar sus negras puertas. Esto no sería fácil, ya que esta entrada estaba bloqueada por unos enormes portones negros de diamante, guardadas por una gran bestia. Cerbero, un enorme perro infernal de tres cabezas era el guardián del inframundo. Sólo se podría cruzar el umbral si se satisfacían a las tres grandes fauces de la criatura.


En la segunda versión, la entrada al Hades debería ser más sencilla. El único requisito para entrar era disponer del dinero suficiente para ello. Los fallecidos, una vez llegasen al Hades, se encontrarían con un río o con un lago, llamado Estigia. En la orilla les estaría esperando el barquero Caronte, uno de los seres con los que se toparán los muertos en su viaje. Sólo si se satisfacía su tarifa de un óbolo, Caronte cruzaría al difunto al otro lado.
Según nos cuenta el poeta Virgilio, Caronte era un ser extremadamente anciano. De su cara demacrada colgaba una larga barba blanca. Sus ojos eran penetrantes como el fuego y vestía únicamente una capa negra atada con un nudo. Él solo manejaba un pequeño bote con vela, el cual guiaba por las aguas negras de la Estigia con una larga pértiga.


Aquellos que quisiesen que Caronte les cruzara a la otra orilla, deberían pagar el viaje. De no hacerlo, se arriesgaban a ser devueltos al mundo de los vivos, donde vagarían eternamente convertidos en Larvas o Lémures, espíritus malignos de los cuales los romanos trataban de protegerse. Uno de los mayores miedos de los romanos siempre fue que sus antepasados retornasen y les hicieran la vida imposible al no haber podido entrar en el inframundo.
Cómo es el Hades
En la actualidad, cuando hablamos del infierno pensamos en un lugar caliente, lleno de llamas y azufre, donde el ser humano sufre todo tipo de tormentos. Para los romanos, la imagen del inframundo sería bastante diferente.
Para empezar, el inframundo romano sería precisamente eso, un mundo inferior, subterráneo, en las profundidades de la Tierra. Un lugar donde en teoría, se podría entrar desde la superficie. Los romanos incluso habían encontrado una puerta a este mundo subterráneo. La entrada se encontraría entre las ciudades de Cumas y Puteoli. Se trataría de una gran caverna oscura y tenebrosa en las orillas del lago Averno. Desde este lago de aguas negras y estancadas, se suponía que se podría navegar hacia los infiernos.


Porque el inframundo romano es sobre todo frío y lúgubre. No existe el sol. No hay aves en el firmamento. No hay vida. Únicamente existe la tierra yerma y diferentes corrientes de agua. En algunas descripciones, incluso se plantea que existan cuatro ríos en el inframundo: el río Estigia o río del odio, el Aqueronte, río de la aflicción, el Flegetonte, río de Fuego y Cocito, río de las Lamentaciones. Era sin lugar a dudas un lugar aterrador.
El camino hacia el inframundo
El descenso al Hades era un traumático, penoso y en ocasiones, interminable viaje. El espíritu del fallecido debía vagar por este mundo subterráneo durante un tiempo indeterminado, ya que su tarea allí era encontrar el camino hacia los Campos Elíseos.
En el Averno solamente podía contar con la ayuda de sus familiares y amigos que seguían con vida. Ellos serían los encargado de recordar al difunto mediante diferentes rituales y ceremonias, las cuales en ocasiones se hacían por amor a la persona que ya no estaba, pero en otras, se realizaban por miedo a que el muerto no volviese al mundo de los vivos para atormentarles.
Los vivos deberían enviarle comida, pero sobre todo, agua. Aunque el inframundo tenía cuatro grandes ríos, los muertos no debían beber de ellos, por lo que las ofrendas realizadas desde el mundo de los vivos eran vitales para su supervivencia en el más allá.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo era el camino a través del Hades. Existieron diferentes especulaciones al respecto en tiempo de los romanos. Unos decían que era extremadamente fácil perderse, y por ello pocos llegaban a atravesarlo, mientras otros argumentaban que el camino sería sencillo y obvio para todos los que por allí vagaban. Esto solo los muertos lo sabían.
Las criaturas del averno
Un romano no estaría solo en el más allá. Además de los otros muertos con los que podrían encontrarse en el inframundo, existían diferentes dioses y criaturas que podrían perturbar su viaje.
El Hades era el reino de Plutón, el cruel dios de los infiernos, un ser que gobernaría el Tártaro desde su gran palacio. A su servicio tendría a los demonios y espíritus que poblaban su reino y que le servirían para poder hacer valer su poder.
Le acompaña su esposa, Proserpina, hija del mismísimo Júpiter y de la diosa Ceres además de sobrina suya, ya que Júpiter y Plutón eran hermanos. La unión de Plutón y de Proserpina fue fruto de la maldad del dios, ya que éste se enamoró de ella y la raptó para llevarla consigo a su reino. Cuando Ceres tuvo noticias del rapto de su hija, convenció a Júpiter para que la sacara del Averno y la devolviese a su madre.


Júpiter aceptó las súplicas de Ceres y trajo de vuelta a Proserpina, pero ésta se había enamorado de su raptor. Tras muchos ruegos y súplicas, Ceres accedió a que su hija pasase seis meses con ella y otros seis meses con Plutón.
Además de las divinidades mayores, existen infinidad de pequeños dioses que habitan en el Averno. Los romanos conocías a muchos de ellos, pero quizás los que despertaban sus más profundos temores a la muerte eran las llamadas Furias. Tres eran estas criaturas: Alecto, la implacable con los delitos morales, Tisífone, la vengadora del asesino y Megara, la celosa castigadora de la infidelidad.


Aquellas personas que cometían los actos más deplorables durante su vida, podían estar seguros de que se encontrarían con una o quizás varias de ellas tras cruzar las aguas de la Estigia.
Los campos elíseos
Todo camino tiene un final. Aunque la simple idea de que un alma tuviera que cruzar el Hades, vagando durante años o incluso décadas, afligía enormemente a los romanos que despedían a sus muertos, sabían que esto no sería para siempre.
Al final del camino se encontraba la gran recompensa: los Campos Elíseos. Allí, el fallecido gozaría de lo mejor de un paraíso eterno.
Las descripciones que nos han llegado de este este bello destino, nos lo ilustran como un lugar lleno de prados verdes, donde se alzan árboles aquí y allá bajo los que uno se puede sentar a la sombra. A diferencia del Hades, en los Campos Elíseos hay abundante agua y manantiales aptos para beber, por lo que aquel romano que habría sufrido escasez en su viaje, no pasaría sed nunca más.
Allí la luz sería cálida y los días soleados. Solamente llovería de manera ocasional, siendo esta lluvia agradable, como la que se produce en los últimos días del verano. En definitiva, un paraíso en el que gozar por toda la eternidad.




