En el siglo VI, el Imperio Romano de Oriente estaba recobrando la grandeza perdida el siglo anterior tras la caída de la parte occidental de Roma.
Para conmemorar esa gloria recobrada el emperador Justiniano ordenó la construcción de la iglesia más grande de la cristiandad, para gloria de Dios y del Imperio.
Hoy, más de mil quinientos años después, esta antigua catedral sigue en pie, convertida en la actualidad en mezquita, en recuerdo de la gloria de ese imperio ya desaparecido.
una pieza fundamental
«Entonces el emperador Justiniano midió el lugar y halló roca superficial desde el altar hasta el pilar inferior; cimentó la zona alrededor de los fundamentos de la gran cúpula. Desde los pilares del arco hasta el pórtico más exterior puso cimiento en la tierra blanda donde se alzaba un bosquecillo.
Y cuando comenzó a echar los cimientos, llamó al patriarca Eutiquio, quien formuló la plegaria para el aseguramiento de la iglesia. Entonces el emperador Justiniano tomó con sus propias manos el mortero, de cal y cerámica, dio gracias a Dios y fue el primero en echarlo en la cimentación.»
Este breve texto de un escritor anónimo de finales del siglo IX nos narra como el propio emperador Justiniano colocó la primera piedra del mayor templo cristiano construido hasta ese momento.


La ciudad de Constantinopla, el corazón palpitante de un Imperio Romano en expansión en pleno siglo VI, funcionaba como un motor a pleno rendimiento.
Las tres partes de este motor eran el palacio imperial, sede de la máxima autoridad del Estado, la Iglesia de Santa Sofía, centro espiritual del Imperio y el Hipódromo, el termómetro que medía las voluntades populares del momento.
Pero como toda maquinaria, a veces ésta sufre averías. En el año 532 esta gran maquinaria imperial no sólo sufrió una avería, sino que estuvo a punto de saltar por los aires.
Comenzando el 13 de enero y durante una semana, la ciudad de Constantinopla fue destruida, saqueada y ardió a manos de sus propios habitantes. El pueblo estaba descontento con Justiniano y así se lo hizo ver claramente en el hipódromo ese mismo día.
Tradicionalmente divididos los seguidores en dos bandos, el azul y el verde, como dos grandes hinchadas, en esta ocasión unieron sus voces al grito de Nika “¡Victoria!”
Durante varios días la turba fue controlando más y más zonas de la capital imperial. Aprovechando el descontento, varios senadores propusieron a un nuevo emperador.
El propio Justiniano pensó en abandonar la ciudad para salvar la vida, pero la emperatriz Teodora salvó a su marido, la corona y la honra del Imperio.


Finalmente el emperador se decidió a emplear la fuerza para acabar con la turba. Las tropas imperiales entraron en el hipódromo y acabaron violentamente con la revuelta y con el usurpador de la púrpura imperial. Cuando se dispersó el humo de los incendios sobre la capital, se pudieron contabilizar los daños.
La pérdida más significativa fue la destrucción de la basílica de Santa Sofía, construida en un primer momento por el emperador Constancio a principios del siglo IV y reformada a finales de ese mismo siglo por el emperador hispano Teodosio.
Para que el motor que movía la capital imperial volviese a rugir con fuerza, urgía reconstruir este templo. Y Justiniano decidió que ésta sería la mayor iglesia de la cristiandad, un pequeño pedazo del cielo en la tierra.
Los milagros de Santa Sofía
Los grandes monumentos de la antigüedad poseían una fuerte carga simbólica para las personas que los contemplaban. Esta fuerza no sólo provenía de la riqueza o majestuosidad de la obra, sino también por los mitos y leyendas que sobre cada monumento se contaba.
La intervención de la divinidad en la construcción o mantenimiento de una gran iglesia como Santa Sofía le confería un poder especial, que la hacía destacar sobre otras iglesias de la cristiandad.
Uno de esos milagros narra cómo un día que se habían terminado las obras de una de las galerías superiores, los obreros marcharon a comer, dejando allí al hijo del maestro de obra para que cuidara de las herramientas.
En ese momento se le apareció un eunuco del palacio imperial, vestido con unos ropajes blanco resplandeciente. El eunuco le preguntó por qué no estaban trabajando, ya que deseaba ver la obra terminada cuanto antes. El chico, de catorce años, le respondió que enseguida volverían.


El eunuco le apremió a que fuera a buscar a los trabajadores. El luminoso sirviente imperial le prometió que “por la Santa Sabiduría, el Verbo de Dios, cuyo templo se levanta ahora, que no me alejaré de aquí –donde el Verbo Divino me ha colocado para cumplir mi misión protegiéndolo-, hasta que tú regreses”.
El joven fue rápidamente a buscar a su padre para narrarle lo ocurrido. Éste condujo a su hijo ante Justiniano, para que se lo contara al mismo emperador. El soberano llamó a sus eunucos y le preguntó al muchacho si era alguno de aquellos al que había visto en las obras de la iglesia.
Cuando el chico negó que fuera ninguno de aquellos sirvientes, el Emperador declaró: ”Se complace Dios en esta obra y me ha enviado la señal de cómo llamar al templo”.
Esta bella historia, que sabemos que no es cierta, ya que la iglesia ya portaba el nombre de Hagia Sofía antes de la gran reforma emprendida por Justiniano, nos traslada al tiempo y a la percepción de los hombres y mujeres que contemplaron esta majestuosa obra en todo su esplendor.
la mayor iglesia de la cristiandad
Cuando uno visita Santa Sofía en la actualidad no puede más que sobrecogerse nada más cruzar las puertas de la basílica. Esta gran iglesia imperial estaba diseñada para acercar a los mortales a Dios a través de su arquitectura maravillosa.
En el Evangelio de San Juan Jesús declara: yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Santa Sofía debía por tanto acercar a los fieles a Dios a través de la luz. Para ello se diseñó una iglesia con forma basilical, como era habitual en el Imperio Romano desde el siglo IV, pero se introdujo una gran modificación.
El centro de la iglesia, donde se leían las escrituras en el rito antiguo, estaría cubierto por una gran cúpula, en lugar de por un artesonado plano como era habitual hasta el momento. Esta cúpula parecería flotar en el aire gracias a una hilera de vanos que dejarían entrar la luz, que se reflejaría en el techo y las paredes doradas.


Desde el centro de la cúpula, un Pantocrátor observaría a los feligreses, quienes le devolverían la mirada extasiados al verlo rodeado de oro. La cúpula además debía estar lo más elevada posible, casi en el cielo, por lo que el emperador Justiniano ordenó traer desde diferentes partes del Imperio grandes columnas de templos antiguos.
Grandes columnas de mármol llegaron por barco a Constantinopla para poder soportar la gigantesca cúpula de 32 metros de diámetro. Con ellas, se daba legitimidad al nuevo templo.
De la misma manera que esas moles de piedra habían sostenido las cubiertas de recintos sagrados de la antigüedad romana, así lo harían ahora en Constantinopla.
Imágenes divinas y humanas
Una iglesia romana oriental no estaría completa sin sus imágenes, tanto pintadas como en forma de mosaico.Son muchas las decoraciones iconográficas, tanto visibles en la actualidad como cubiertas todavía por decoraciones islámicas, que se conservan en esta antigua iglesia.
Si el visitante entra al templo por la misma puerta que utilizaban los emperadores, enseguida llama poderosamente la atención una imagen sobre el vano de la puerta.
Aquí, dos grandes emperadores, Constantino a la derecha y Justiniano a la izquierda, ofrecen sendos regalos a la Virgen María que porta a Jesús niño en brazos. El emperador Constantino, fundador de la Nueva Roma sobre la antigua ciudad griega de Bizancio, le ofrece la misma ciudad, mientras que Justiniano, quizás el mayor emperador del Imperio Romano de Oriente, le entrega la propia iglesia de Santa Sofía.


En el interior de la nave principal, a día de hoy ya no es posible contemplar la imagen de Jesús desde el centro de la cúpula, pero sí que son visibles los cuatro serafines de las pechinas.
Uno de ellos fue restaurado hace pocas décadas, dejando visible su rostro. Estos cuatro serafines pertenecían, según las creencias cristianas, a la más alta jerarquía de espíritus que rodean a Dios en el cielo.
En el ábside, hoy cubierta por una lona debido a que se trata de una mezquita, se encuentra un mosaico de la Virgen María con el niño Jesús en sus brazos. Sabemos que este mosaico se tapó en varias ocasiones, debido a los periodos iconoclastas que sufrió el Imperio bizantino.
Todavía quedan restos de la inscripción en el ábside que reza: las imágenes, destruidas hace tiempo por los rompedores de imágenes, han sido restauradas por los emperadores buenos y piadosos.
El ombligo del mundo
Casi en el centro de la iglesia llama la atención un pequeño pedazo del pavimento original que no está recubierto por alfombras.
El Omphalos, el ombligo del mundo. Así se denomina esta composición de varios mármoles de colores. El lugar estaba destinado a los emperadores, aunque desconocemos exactamente su finalidad.
Una teoría plausible dice que sería el lugar donde los emperadores se coronaban, mientras que otras dicen que justo allí se encontraba el trono imperial para que el soberano pudiese asistir a las ceremonias de si iglesia. Sea como fuere, este omphalos no se encuentra en el centro del templo, sino que está desplazado un poco hacia la derecha.


Hoy en día es difícil entender por qué esto es así si no conocemos cómo era realmente la iglesia cuando funcionaba como tal. Antiguamente, en las iglesias romanas, el centro del templo estaba ocupado por un ambón, una especie de púlpito desde donde se leía la palabra de Dios.
El omphalos se encontraba justo a la derecha de esta construcción de mármol cubierto de plata, oro y piedras preciosas, quizás como recordatorio para el propio emperador de que él no era el centro del universo, sino que ese lugar estaba reservado para el mensaje divino.
Sin palabras
Esta antigua iglesia, hoy en día mezquita, sigue cumpliendo perfectamente con la función para que fue diseñada: acercar la sabiduría divina a los seres humanos.
Cada pequeño rincón de este templo fue perfectamente diseñado con esa finalidad. Cuantos más porqués se comprenden, más se acerca uno al verdadero porqué.
No puedo más que recomendar que se visite este templo en persona. Hoy, casi 1.500 años después de su construcción, es sin duda uno de los lugares más bellos de la tierra.




