En más de mil años de historia, solamente los cruzados en 1204 habían logrado atravesar las defensas de Constantinopla. Sin embargo, el sultán Mehmed II contaba con un arma decisiva a su favor: una gran batería de cañones de bronce. Finalmente estas armas milagrosas decantarían la balanza en favor de los otomanos en el año 1453.
La artillería turca
Se desconoce cuándo los turcos accedieron a los cañones por primera vez. La artillería apareció en Europa a principios del siglo XIV y no tardó en expandirse rápidamente por todo el continente. En pocos años se podían encontrar multitud de fundiciones de cañones por todas partes, además de los cientos de expertos artilleros que vendían sus conocimientos a cualquier señor que estuviera dispuesto a pagar por ellos.
Es muy posible que para el año 1400 los turcos ya dispusieran de algunas piezas de artillería en sus ejércitos compradas a los venecianos. El Papa había prohibido su venta a los musulmanes, pero el poder del dinero era más fuerte que la autoridad papal. Lo que sí sabemos es que fue Murat, el padre de Mehmed II, el conquistador de Constantinopla, quien introdujo la artillería como un cuerpo más dentro de los ejércitos del sultanato.


Se contrataron artesanos artilleros europeos, se nutrieron los arsenales de Edirne con materiales para la fabricación de cañones de bronce: cobre de Anatolia, estaño importado, balas de cañón de granito del mar Negro y azufre de los Balcanes. Y no tardarán en darles uso. Ya en el año 1422 el sultán Mehmed hizo uso de sus primero cañones para asediar la capital imperial, eso sí, sin apenas resultados.
Aunque disparó más de 70 balas de cañón contra una torre, apenas causó daños significativos a las majestuosas defensas de Constantinopla. Unos años más tarde, ya con cañones más potentes, Murat?? Logró demoler la muralla del Hexamilion en el año 14460.
Esta muralla hoy desaparecida recorría todo el istmo de Corinto, protegiendo así a la última provincia que le quedaba al Imperio Romano de Oriente en el siglo XV. Gracias varios grandes cañones, logró hacer una gran brecha en la muralla en pocas horas de bombardeo.
El emperador romano Constantino XI, que se creía a salvo tras aquellas majestuosas defensas, tuvo suerte de salvar la vida.
Fabricar un cañón medieval
Fabricar un cañón nunca ha sido fácil, pero quizás nunca fue tan difícil como en el siglo XV. El sultán Mehmed II necesitaba cañones lo suficientemente potentes como para derribar las murallas de Constantinopla, cañones mucho más grandes y potentes que los que utilizara su padre unas décadas antes.
Elaborar un cañón implicaba utilizar una ingente mano de obra, así como grandes recursos materiales. En un primer paso, se debía realizar un molde de arcilla de la pieza, que debería ser colocada en vertical para a continuación ser completamente enterrada, dejando sólo visible una pequeña abertura por donde se vertería el bronce fundido.
A continuación, se deberían poner en marcha grandes hornos, capaces de soportar temperaturas de hasta 1.000 grados centígrados. En estos hornos, alimentados por carbón vegetal y avivados por grandes fuelles que funcionarían durante las 24 horas del día, poco a poco se iría vertiendo el cobre en un gran crisol.


Pasado más de un día, el maestro artillero comenzaría a verter piezas de bronce viejo además de estaño para preparar la mezcla. Bajo su atenta mirada, los ojos expertos del artesano vigilarían poco a poco que la mezcla fuese convirtiéndose en una masa homogénea.
Una vez que la mezcla hubiese alcanzado la temperatura adecuada, se verterían varias monedas de oro y de plata como ofrenda, pidiendo que así que el resultado fuese apropiado. En este momento comenzaba la parte más peligrosa del proceso. Varias semanas de trabajo estaban en juego, por lo que la precisión era vital.
A la orden del maestro, los operarios, ataviados con trajes de cuero cubierto de lana, para evitar que cualquier salpicadura les dañase y cubiertos con una capucha que solamente les dejaría una pequeña ranura para los ojos, verterían el líquido incandescente en el molde.
Una vez terminado se dejaría enfriar. El cañón estaba terminado. Ahora faltaba probarlo.
El artillero húngaro
Un día un hombre que se decía llamar Urban llegó a Constantinopla. Aunque había leído sobre la grandeza del Roma y de su imperio, lo que vio al entrar en la capital imperial no fue más que una ciudad medio vacía con multitud de ruinas de tiempos pasados.
A pesar de ello no se desanimó. Después de todo, el Imperio seguía existiendo después de muchos siglos y todavía tenía al frente a un Emperador.
Urban solicitó audiencia con Constantino XI, emperador de los romano. Le ofrecía sus servicios como maestro artillero. Bajo la protección del emperador se comprometía fabricar grandes cañones para defender Constantinopla e incluso para permitirle atacar a los turcos.
Constantino le acogió de buena gana y Urban se puso rápidamente a trabajar. Pero existía un gran problema: las arcas imperiales estaban vacías. La otrora riqueza del Imperio se había esfumado, al igual que la mayoría de sus provincias de antaño, arrebatadas por turcos, árabes, serbios o búlgaros.


Aunque el emperador no sólo deseaba, sino que necesitaba los ingenios artilleros de Urban, la realidad material de Bizancio impedía desarrollar ningún tipo de industria artillera en la ciudad. Urban, falto de fondos y casi en la miseria, abandonó Constantinopla en busca de un mejor señor.
No tuvo que andar mucho para encontrarlo. A escasos kilómetros de la capital imperial existía otra capital imperial, pero en este caso, del Imperio turco. Edirne, la antigua Adrianópolis, era la sede de la corte del sultán Mehmed.
Urban se entrevistó con el gran señor de los otomanos, ofreciéndole igualmente sus servicios, a cambio de una buena remuneración. Mehmed, valorando la oportunidad que allí se le brindaba, acogió al artesano mercenario.
El sultán sabía lo que quería y se lo indicó con claridad al cristiano: necesitaba una batería de cañones suficientemente grandes y potentes como para derribar las murallas de Constantinopla. Urban se puso manos a la obra y no tardó demasiado en cumplir con el encargo de su nuevo señor.
Cañones conquistadores
Urban era sin duda un gran artesano fabricador de cañones. En ese momento, a mediados del siglo XV, el arte de la fabricación de piezas artilleras tenía apenas un siglo. Urban supo combinar las mejoras técnicas metalúrgicas y artilleras para desarrollar una gran bestia que sería capaz de derribar las imponentes murallas de la capital imperial.
En invierno de 1452 se puso manos a la obra. El objetivo, crear el mayor cañón nunca fundido. Y vaya si lo logró.
Gracias a los medios que le proporcionó el sultán Mehmed, Urban fue capaz de fundir un gigantesco cañón de más de ocho metros de largo. La pieza contaba con dos cámaras. La más grande, destinada a alojar la munición, tenía un diámetro de 75 centímetros.
Más atrás, se encontraba una segunda recámara, más reducida, encargada de albergar la pólvora que dispararía semejante proyectil. Una vez fundida, la pieza relucía como el oro bajo el sol. Aunque impresionante, primero debía probarse para comprobar que la pieza era segura para su uso.


El día señalado se instaló el cañón a las afueras de Edirne. Se avisó previamente a la población de que se realizaría la prueba, para que no creyesen que era un acto divino y para que tampoco nadie se sobresaltase.
El cañón se cargó concienzudamente con pólvora. Una vez asegurada ésta en la recámara, se deslizó cuidadosamente la gran bala de piedra tallada por el tubo del cañón. Era la hora de la verdad.
La explosión fue tal que resonó a 15 kilómetros del lugar. La bala, como era de esperar, voló más de 1.600 metros sobre los campos de Tracia. El sultán estaba encantado con el resultado. Esta era el arma decisiva para lograr lo que tanto ansiaba, la toma de Constantinopla.
Esta pieza, junto varias decenas más de cañones de menor calibre, serían las responsables de abrir brecha en las impresionantes defensas de la capital imperial.




